La necesidad de algún dios —ya sea Alá, Yahvé, Shiva, Dios, Zeus, Tláloc u otra figura trascendente— no debería ser motivo de incomodidad personal, ni mucho menos de burla o escarnio por parte de otros. Creer, sentir o apoyarse en un ser superior forma parte de una experiencia humana legítima y extendida a lo largo de la historia y de las culturas, y no constituye en sí misma un signo de debilidad, ignorancia o inferioridad.
Desde una perspectiva psicológica, la vivencia de lo divino puede cumplir una función reguladora fundamental: ofrecer consuelo, sentido, esperanza y contención emocional frente a las crisis inevitables de la vida, como la enfermedad, la pérdida, la incertidumbre o la muerte. En la mayoría de los individuos, esta experiencia contribuye a disminuir el estrés y la ansiedad, facilitando estados de calma y equilibrio emocional. Dichos estados pueden estar asociados a procesos neurobiológicos de autorregulación —como la activación de circuitos de recompensa y bienestar— que ayudan a mitigar el miedo y a restaurar la estabilidad psíquica.
Del mismo modo que algunas personas encuentran serenidad en la razón, la ciencia, el arte o la naturaleza, otras la encuentran en la relación íntima con un dios. Ninguna de estas vías es universal ni obligatoria: cada mente construye sus propios recursos para enfrentar la existencia azarosa a la que fue arrojado. Lo verdaderamente problemático no es la necesidad de un dios, sino la imposición de esa necesidad como norma, o su negación despectiva como si se tratara de un defecto humano.
Reconocer esta diversidad de respuestas ante la vida permite comprender que el tener un dios —como el no tenerlo— es una forma de adaptación psicológica y existencial, no una jerarquía moral. El respeto mutuo surge precisamente cuando se acepta que los caminos hacia el equilibrio emocional y el sentido vital no son únicos, y que cada persona transita el suyo conforme a su historia, su estructura psíquica y sus
recursos internos.
Saludos cordiales.
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