Desde la perspectiva de la Teoría de la Teodependencia, la necesidad de poseer al menos un dios no surge, en esencia, del temor a la ira divina, al castigo sobrenatural o a una condena post mortem, como tradicionalmente se ha sostenido en los discursos religiosos. Más bien, dicha necesidad emerge de un fenómeno mucho más profundo y humano: la ansiedad producida por los imponderables de la vida.Las crisis de la vida generan un estado de tensión psíquica que, en la mayoría de los individuos, supera su Valor-valente (Vε) y su capacidad de autorregulación emocional. Cuando esta ansiedad no puede ser resuelta mediante la razón, la experiencia, la aceptación o la acción directa, la mente activa su ciclo innato de protección y produce un remedio inmediato: un dios protector.
En este sentido, el dios del teodependiente no es el origen del temor, sino su anestésico emocional. No es el causante de la ansiedad, sino el instrumento psicológico que la apacigua. El teodependiente no teme realmente a su dios; lo necesita. Y lo necesita porque ese dios cumple una función reguladora: reduce el miedo, contiene la angustia y restaura un equilibrio emocional que la mente, por sí sola, no logra sostener.
Sin embargo, aquí se manifiesta una imposibilidad fundamental, formulada por el Corolario de la preexistencia subjetiva:
el teodependiente no puede aceptar que su dios surge de un instante neuropsicológico específico, activado por una crisis vital concreta. Para él, la divinidad no aparece, sino que preexiste. Siempre estuvo ahí. Siempre fue externa. Siempre fue anterior a su miedo.
Aceptar que su dios es una creación psicológica nacida de un desbordamiento emocional implicaría desmontar la función protectora que ese mismo dios cumple. Reconocer su origen interno equivaldría a retirar el andamiaje que sostiene su estabilidad emocional en los momentos de mayor vulnerabilidad. Por ello, la mente teodependiente vela ese origen, lo oculta incluso a su propia conciencia y lo transforma en una verdad incuestionable: la eternidad y exterioridad de la divinidad.
Así, el temor a dios resulta ser, en realidad, el temor a quedarse sin él. No se teme al castigo divino, sino al vacío que quedaría si la figura protectora se revelara como una creación interna. La divinidad, vivida como preexistente y trascendente, garantiza su eficacia simbólica; su origen psicológico, de ser reconocido, la volvería frágil, contingente y, por tanto, inútil como refugio.
En consecuencia, el dios del teodependiente permanece inaccesible a la introspección crítica no por ignorancia, sino por necesidad psicológica. La preexistencia subjetiva no es una tesis teológica, sino una estrategia de supervivencia cognitiva: solo un dios que “siempre estuvo ahí” puede seguir calmando aquello que la mente no se atreve —o no puede— enfrentar por sí misma.
Apelando a Epicteto, el teodependiente se siente libre porque dejó de ser esclavo de las crisis de la vida (misterios de dios), pero quedó esclavizado al dios que desconoce y venera por necesidad. He ahí la explicación del porqué el teodependiente no sabe del origen de su dios, ni poder hablar de su dios sin utilizar la religión y su Biblia.
Saludos cordiales.
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